Como con Godzilla, una explosión atómica despierta a un dinosaurio que se dirige de inmediato hacia Nueva York, destino inevitable para todo bicho gigante que se precie. La magia de Ray Harryhausen daba vida al monstruo y el guion de su gran amigo Ray Bradbury ponía la excusa argumental para que un candoroso entretenimiento presidiera la función. En aquel 1953 las películas de ese tipo eran carne de serie B, de programa doble, y requerían mucha imaginación, buenas intenciones y cuantioso esfuerzo, pero si había talento, y aquí sobraba, la sana diversión estaba garantizada. Está claro que no es ni de lejos una obra maestra, pero si es de las que perduran en la memoria de todo fan del género y de cualquiera que conserve un ápice de inocencia cinematográfica.
Puntuación @tomgut65: 6/10
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