El cineasta británico Danny Boyle contribuyó decisivamente a reanimar el “zombismo” en el 2002 con la presentación en sociedad de un nuevo tipo de carnívoro; por esa vez quedaban a un lado los clásicos muertos vivientes de George A. Romero ya que, aparte de correr a toda pastilla, eran vivos infectados de algo similar a la rabia en lugar de cadáveres andantes. La cinta empieza de forma impactante con un Londres deshabitado y sumido en un silencio apocalíptico, secuencias realmente impresionantes que en pocos minutos se convierten en pura y dura acción frenética que hace saltar en la butaca al desprevenido, sobre todo si son vistas por primera vez. Fantaterror de clase superior, de los que crean afición y estilo, aunque si nos ponemos exquisitos diremos que el último tercio del metraje, cuando aparecen soldados poco amigables -la imagen de los militares sale siempre perjudicada en las ficciones cataclísmicas-, baja unos peldaños en ritmo e interés. Pero como de exquisitez no andamos sobrados la recomendamos con vehemencia a propios y extraños al género.