Hay
tantas genialidades en la filmografía de Billy Wilder que es difícil decidir
cual es su mejor obra, pero ésta podría serlo perfectamente. Para todos los
alérgicos al blanco y negro este largometraje es una buena cura a su ilógica
enfermedad ya que parece que no hayan pasado los años para ella gracias a una
perfecta dirección, como suele ser habitual en el realizador austríaco, unas magistrales interpretaciones de actores míticos y una historia que, cincuenta y ocho años después, mantiene intacta su frescura. Una de esas películas que hay que ver si te quieres considerar un cinéfilo con todas las letras.
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