A finales de la década de 1970 el director alemán Werner Herzog asumió el reto de confeccionar un remake de la imperecedera obra maestra de F.W. Murnau Nosferatu. Eine Symphonie des Grauens (1922). Tentativa a priori muy arriesgada, las comparaciones iban a ser inevitables y con todas las posibilidades de salir perdiendo. Sin embargo, Herzog desarrolló un gran trabajo: la notable ambientación impregnó a la película de una pátina apocalíptica al equiparar la llegada del vampiro con una peste exterminadora -la presencia de ratas correteando por doquier enfatiza la analogía- y con el actor Klaus Kinski encarnando al chupasangre de manera tan inquietante como ya hiciera Max Schreck en la cinta original.
Supo, además, captar al igual que Murnau la esencia de la novela de Bram Stoker, esa maldad aterradora y a su vez seductora ante la que los mortales nos hallaríamos prácticamente indefensos. Luz, tinieblas y brumas junto al humo de las hogueras en las que arden los cadáveres y una banda sonora que enfatiza el desasosiego, una sinfonía del horror inferior al patrón originario, pero de indudable valor y carácter propios. De esta manera, reversionar un clásico si tiene todo el sentido.
Puntuación @tomgut65: 7/10
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