Difícil explicar qué nos ha gustado más de esta decimoprimera entrega de nuestra serie de terror favorita sin caer en spoilers. Lo que sí podemos decir es que está ambientada en los años ochenta y que la comunidad homosexual de Nueva York sufrirá las consecuencias del asesino de turno. Siendo sinceros, este planteamiento no da para diez episodios donde los centrales adolecen de falta de ritmo y caen en la reiteración, volviendo a situaciones ya conocidas o dándole vueltas a personajes menos interesantes de lo que nos quieren hacer creer o carentes del carisma necesario.
Aún así la historia va de menos a mucho a más, y todos los simbolismos que se presentan, así como el mensaje de denuncia social intrínseco, son lo suficientemente eficaces y orgánicos para encajar dentro de una trama de horror en la que realidad y ficción se dan de la mano para ponernos la piel de gallina. Por supuesto la ambientación y las caracterizaciones son sublimes, y algunos personajes resultan escalofriantes, pero lo verdaderamente significativo no está en cómo se cuenta, si no en el qué, y es ahí donde marca la diferencia respecto a anteriores temporadas que seguramente nos hayan gustado más pero que eran menos trascendentes.
Mi puntuación: 6/10
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