Las semejanzas argumentales entre la obra primeriza como director de Kevin Costner y Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sidney Pollack, 1972) son notables: un militar se aparta de un mundo deshumanizado y de sus guerras en busca de hallar sentido a la existencia en la Naturaleza; uno, Costner, en las praderas, el otro, Robert Redford, en montañas salvajes e inexploradas, y cada uno a su manera encuentran lo que anhelan. Ambas propuestas no solo lograron el éxito de público sino también rozaron la maestría, el tiempo lo ha corroborado con creces. De entrada, las inquietudes existenciales del teniente John J. Dunbar no parecían el mejor proyecto para un cineasta debutante, pero Costner puso toda la carne en el asador en el envite, y no le pudo salir mejor. Las posteriores incursiones en la dirección de la estrella norteamericana no han gozado de la misma repercusión, aunque si nos merezca una elevada consideración la cinta "Open range" (2003).
En cualquier caso, "Bailando con lobos" no es para nada un western genérico, es más bien una epopeya intemporal, tanto da la década o el siglo, el contexto histórico o social, lo que importa es la búsqueda, menos lograr el objetivo quizá inalcanzable que el viaje en sí mismo. Y es además una historia de amor por la humanidad en su lado esencial, ese que representan los indios Sioux con los que se identifica Dunbar y que son la visión perfecta del hombre fusionado con su entorno, con la tierra; el paradigma del buen salvaje tan atractivo para el público urbanita y asimismo tan recurrente en el cine y la literatura. Pero también es una historia de amor entre dos seres desubicados que tienen en común raza y cultura y conectan ineludiblemente para seguir transitando entre dos mundos irreconciliables. Obra monumental, de espectaculares escenarios naturales, narrada con humor, emotividad y violencia, calando en la sensibilidad del espectador por mucho que este se resista.